El próximo 22 de noviembre se cumplirán 50 años del martirio de Carlos Sacheri. Sin vacilaciones escribo «martirio» y no «asesinato», aunque el Obispo de San Isidro no considera oportuno abrir un proceso en orden a la beatificación, apoyándose en un informe negativo firmado por el canonista Vicente Llambías. La Iglesia Argentina deberá finalmente reconocer la realidad de ese acontecimiento que la enriquece. Es preciso, en ocasión de este aniversario, difundir la figura y la obra del eximio laico. El autodenominado Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) es el autor del magnicidio, que ocurrió cuando la familia Sacheri regresaba de misa. La sangre del mártir salpicó a su esposa María Marta Cigorraga y a sus cinco hijos; José María, el mayor, tenía 14 años. Martirio se llama al testimonio de Cristo; la muerte sella la vida del testigo: sin palabras afirma que Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida. Lo afirmó con su vida de fe y lo ratifica con su postrera entrega.
Sacheri era un filósofo, formado en el país y en Canadá en la Universidad Laval, de Québec. Puede decirse que su especialidad era la presencia católica en un mundo secularizado, descristianizado. Sus fuentes eran la filosofía clásica y la obra de Santo Tomás de Aquino. Su información cultural y sociológica constituía un conocimiento amplísimo de la realidad contemporánea y sus raíces. La Doctrina Social de la Iglesia era un objeto principalísimo de sus artículos y conferencias, multiplicada en diversos ambientes, tanto el académico como una parroquia de barrio. Se puede afirmar que era el laico católico más relevante de esa generación. Su personalidad se extendía al orden político (la vida de la pólis), por encima de la pertenencia a un partido. El ERP llevó al terrorismo la cultura gramsciana. Sacheri supo advertir que el problema principal para la Iglesia era su presencia en el campo cultural, en el que se definía el futuro a través de una batalla cultural con el mundo moderno, ganado para la Revolución anticristiana.
La herencia de Sacheri se encuentra en sus dos libros: «El Orden natural», y «La iglesia clandestina».
- «El Orden natural» es una obra de filosofía, expuesta con claridad y exactitud. La noción de orden (ordo) es metafísica, y desde esa altura de los primeros principios de la realidad ilumina el campo socio-político. La inspiración de la obra de Sacheri está en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino. Lo mismo puede decirse del concepto de naturaleza (natura), actualmente negado o preterido. Negando la realidad de la naturaleza no se puede comprender a la persona humana; el hombre se convierte en un enigma y todo lo que pertenece a su desarrollo, su vida, su destino, el matrimonio y la familia quedan desvirtuados. Lo antinatural se convierte en natural. En esto reside la perversidad de una cultura que se impone forzando la realidad. La lectura de «El Orden natural» resulta más importante hoy que en el tiempo de su edición.
- «La Iglesia clandestina» es crítica teológica e histórica, que ilumina una época turbulenta, hoy desconocida o pretendidamente alterada por el progresismo. De la Iglesia se apoderaron en los años 60 y 70 los grupos clericales que, con soporte internacional, proponían la revolución social influenciados por la infiltración marxista. La clandestinidad queda claramente expuesta en la obra de Sacheri, con nombres y apellidos; se trata de un documento muy valioso para la historia de la Iglesia argentina. En el centro de esa historia se encuentra el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo; muchos de los sacerdotes de ese agrupamiento abandonaron el ministerio para casarse. Al mismo perteneció el padre Carlos Mugica, de cuyo asesinato se cumplirán el próximo 11 de mayo también 50 años.
Nótese que en este caso digo asesinato, y no martirio. La razón de este crimen horrendo no fue religiosa sino política. En efecto, el P. Carlos, que trabajaba en la villa de Retiro, había apoyado a los Montoneros –entre los cuales había discípulos suyos- pero cuando se produjo la separación de esta organización subversiva y el General Perón, Mugica adhirió al ex presidente, por lo cual los Montoneros, que lo habían amenazado reiteradamente, lo mataron en la puerta de la parroquia San Francisco Solano, del barrio porteño de Villa Luro. Mugica estaba fuertemente politizado, en una época turbulenta en la cual se ventilaron las divisiones del peronismo. Recientemente se publicó el libro de Ceferino Reato, «Padre Mugica»; en él se expone la trayectoria del sacerdote y las circunstancias de su muerte, aunque no se define acerca de los autores, porque también se habló de la responsabilidad de la Triple A; el órgano paraestatal que respondía a José López Rega.
No he tenido trato con Carlos Mugica, que era trece años mayor que yo, y que llevaba cinco años de vida sacerdotal cuando yo ingresé al Seminario. Guardo sí un recuerdo conmovedor: ambos lloramos en la misa exequial del Padre Julio Meinvielle. Este ilustre sacerdote fue quien me inició en el conocimiento de la obra de Santo Tomás de Aquino, y me orientó hacia la restauración de la metafísica del Doctor Angélico realizada por Cornelio Fabro. Don Julio me regaló, siendo yo aún seminarista, «La nozione metafisica di partecipazione». Mugica solía visitar al P. Meinvielle, aunque difería políticamente por su adhesión al peronismo.
Es preciso valorar objetivamente la obra sacerdotal de Mugica, que se entregó al servicio de los villeros con generosidad, si bien puede discutirse si esa actividad de ayuda sobre todo social era propiamente evangelizadora. Me parece una exageración considerar al Padre Carlos Mugica un modelo sacerdotal. Es importante señalar que este extraordinario sacerdote vivió el celibato y lo reivindicó públicamente. En suma, fue una personalidad simpática y a la vez compleja, por su pertenencia de origen a la oligarquía porteña; entre Recoleta y la villa transcurrió su vida. Su asesinato fue un crimen horrendo, que conmovió a sus fieles villeros, los cuales conservaron con devoción y gratitud su recuerdo.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata.
Buenos Aires, viernes 12 de abril de 2024